La habíamos visitado varias veces, siempre con una noche
incluida, por lo menos. Unas veces era de paso para llegar a otros destinos,
Casa Insua, Aveiro y Oporto, otras era el objetivo principal del viaje. El
parador es precioso con su torre del homenaje y nos gusta darnos una vuelta por
sus calles, buscar en su mercadillo, comprar castañas, ver sus iglesiones, el
río, la muralla, sus casas con escudos e inscripciones, su plaza y
ayuntamiento.
En general
recorríamos la ciudad por libre, es decir con un mapa y viendo las indicaciones
de sus diferentes monumentos con sus historias, glorias y miserias en el
pasado.
Había siempre algo
común que se repetía cada vez que pasábamos por allí, una chica medio rubia,
vestida muy arlequinadamente, de edad entre los cuarenta y cincuenta, aunque
podía ser más joven y con el pitillo continuamente en la boca. Te abordaba
cuando salías del parador, la primera vez te decías que querrá esta tipa, te
empezaba a contar una historia de necesidades y calamidades y te pedía que le
ayudaras. Salías de la catedral y allí estaba nuevamente, pasabas por la
muralla y aparecía por una de las calles que en ella morían. Paseabas por el
mercadillo y en su extremo la veías, volvías al Parador y parecía que te estaba
esperando. Sabía perfectamente distinguir al visitante, al turista extranjero,
sus sitios de alojamiento, comida y paso.
La primera vez
pasaba desapercibida, después cuando volvías nuevamente a Ciudad, te la
encontrabas nuevamente en la puerta del parador, en la plaza del ayuntamiento,
en la puerta de la catedral, en la muralla, en el mercadillo. Estaba
omnipresente, como si no quisiera perderse ningún momento posible de obtener
unas monedas. Se había convertido para
mí en un elemento identificable más de la ciudad -como sus edificios e iglesias, su verraco de granito y su parador- con el único matiz que su deterioro
era perceptible con el tiempo, aunque no su movilidad, su facilidad de palabra,
podría ser perfectamente una animadora turística, que fuera de grupo en grupo
informando de lo que se podía visitar, “no olvidarse de un paseo por las
murallas, pasar por el hospital de peregrinos, recordar que se puede visitar el
parador y su torre almenada desde donde se divisa Portugal,
entrar en el palacio de los Águilas, señalar los
sitios de comida asequible y los buenos restaurantes, no olvidar hasta donde
entraron los franceses y los rastros de sus bombazos en las paredes de la torre
de la catedral.
Es una fuerza de
la naturaleza, una animadora portentosa, una cuentista, es un valor
desaprovechado. Es una pena que solo sea una correcalles en busca de monedas
fáciles y mendicantes, que el tiempo convertirá en un trapo sucio y gastado,
desechable. Seguramente yo ya no volveré a Ciudad, pero estoy seguro que de las
pocas cosas que recordaré estará la rubia mercurial correcalles.